Hasta este año creía que un mal San Valentín era un 14 de febrero sin pareja, a lo Bridget Jones, helado, moño despeinado y Desayuno con Diamantes. Pero la realidad, a veces, supera la ficción y este año, después de dos meses por tierras europeas, Danilo regresa a su cálido Colombia y yo me quedo aquí, justo hoy. He compartido mi San Valentín con él una hora demasiado corta en un aeropuerto demasiado frío.
Nunca he sido de celebrar San Valentín, así que nunca me he aferrado a los clichés de rosas rojas, tacones, cenas románticas y mucho lipstick. No es que no me gusten todas esas cosas fantásticas es que prefiero las rosas los lunes, los tacones por las mañanas, cenas románticas a domicilio viendo Castle y cualquier día es bueno para llevar lipstick. Pasando por alto la obviedad de que me da MUCHA pena que D se vaya, el efecto melancolía se ve agrandado por todos esos globos con forma de corazón y bombones. La tristeza se magnifica con tanto amor en el aire y el mío, en el aire pero volando a 900km/h en dirección contraria.
Me hundo en el sofá queriendo dormir y por favor, despiértenme solo cuando D vuelva.
Ahora aquí, sabiendo que tú estás ahí, no puedo dejar de pensar en que tengo que aplazar el mirarte desde cerca para poder contemplar lo bonito que te ves mientras te cuento las pestañas y me besas la nariz; tengo que aplazar ir a desayunar a media noche y que me saques a bailar a la luz del frigorífico abierto. Tengo que aplazar el final de todas esas películas que empezamos y nunca conseguimos terminar. Aplazar el calor que tan bien me hacía en este invierno. Aplazar el que conviertas lo ordinario en especial y lo cotidiano en fantástico.
Aplazar: Dejar para un momento o fecha posteriores a los inicialmente fijados la realización de una cosa.
Con posterioridad pero todo eso llegará.
Te espero D.